Es como si el paso de los años, la llegada del Metro, la sobrepoblación de negocios comerciales en la zona, el paso de las múltiples administraciones locales, las decenas de empleados y clientes de todo tipo (taxistas, escritores, celadores, intelectuales, albañiles o políticos), no tuviesen efecto en él, le fuese indiferente, no lo tocasen.

Sesenta y un años de vida y el Salón Málaga conserva el mismo olor del primer día, el del café que hierve recién preparado, el de la cerveza que acaba de salir del congelador y el del aguardiente que llega directamente desde la fábrica. Seis décadas de trajinar, de cambios de formatos (discos de vinilos, casetes, cd’s, memorias USB, YouTube) y en la rocola de don Gustavo Arteaga, ‘patrón’ del lugar, siguen sonando ‘Cambalache’ de Carlos Gardel, ‘Añoranza’ de Valente y Cáceres, ‘Nadie me espera’ de Margarita Cueto y Juan Arvizu y ‘Quizás, quizás, quizás’, del trio Los Panchos.

Su existencia es una forma de resistencia al avance de las manecillas del reloj, es evocar al Medellín de los años cincuenta del siglo XX. Es traer al recuerdo al caballero de pantalón de paño, saco, corbata y bien peinado; es rememorar a la señorita cuyo padre le buscaba el mejor de los pretendientes y la excitación de quien la cortejaba al percibir debajo del largo vestido una sensual pantorrilla. “La belleza del Málaga radica en que es un sitio que tiene memoria de ciudad (…)”, dijo, en una entrevista, don César Arteaga, actual administrador del lugar e hijo del señor Gustavo. La belleza del Málaga reside en que ha sobrevivido en una Medellín que le importó tres pesos convertir el Palacio Nacional, antigua sede de los jueces de la república, en un Sanandresito de mercancía China en su mayoría y de una que otra prenda legítima. La belleza del Málaga se halla en que sigue, ahí en la Carrera 51 N° 45-80, a unos metros de la estación San Antonio del Metro, en una ciudad donde sus dirigentes y empresarios echaron abajo el Teatro Junín para construir El Coltejer. La belleza del Málaga está en su simple existencia.

Tomarse una pola, un guaro o un tinto en este lugar rodeado de fotos de personajes y figuras de la talla de Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, Pepe Sánchez, Belisario Betancur y Víctor Gaviria, es darle valor supremo a la palabra, como lo hicieron los socráticos, es sentir la tertulia como razón de ser. Escuchar boleros, tangos, valses, bambucos, milongas y hasta villancicos, en este salón decorado en su entrada con tubos de neón, es embargarse de manera inmediata de nostalgia y bohemia. Es como si de forma estrepitosa pasaran ante tus ojos las historias de tus abuelos, las anécdotas nadaístas de los textos de Gonzalo Arango o las lágrimas e “hijueputazos” de Fernando Vallejo al sentir que el paso de los años se le vino encima al escuchar ‘Senderito de amor’.

En el Málaga el tiempo solo existe en dos momentos: los segundos que transcurren entre canción y canción y cuando una mesera te trae la ronda de cervezas y te dice que será la última, pues ya van siendo las dos de la mañana y es hora de cerrar.

Los ancianos hacen parte de la decoración del lugar, hablan de los pájaros del Partido Conservador y la forma en que correteaban a los liberales, muestran su caja de dientes incompleta al enterarse de que algún joven distraído compara a un candidato de izquierda con Jorge Eliecer Gaitán. En medio del sonido de alguno de los siete mil discos que hacen parte de la colección de don Gustavo y de su hijo, don César, y que son la envidia y el anhelo de coleccionistas y conocedores de la música, se escucha la pregunta por aquel que no ha vuelto al café de las 10:30 a. m. de los lunes, al tinto de las 4:00 p. m. de los jueves o a la viejoteca de los sábados. Se oye cuestionar sobre otro que nunca volvió después de que se prohibió fumar en espacios cerrados o, de forma más recatada, se murmura sobre la manera en la que el tiempo hizo sus estragos en la figura de la anciana que en su mejor momento fue la más pretendida por todos.

El Salón Málaga está en la carrera Bolívar para recordarnos que Medellín es un pueblo que fue fundado por mercaderes y arrieros, en medio de calles estrechas y polvorientas; que hoy tenemos metro, metrocable, tranvía, centros comerciales y universidades, pero que, al fin de cuentas, seguimos siendo un pueblo.

Redacción y fotografía
Duver Alexander Pérez