A usted, querido lector, que aún estudia en el colegio, le comento que está viviendo la mejor etapa de su vida, allí se forman amistades con las que se conserva un contacto por largo tiempo, o, en algunos casos, para siempre.
Al llegar al grado once, usted y yo sentimos tocar el cielo con las manos, ser los más grandes ante los estudiantes, tener la opción de convertirnos en el personero y, para intentar ganar, “echarmos al bolsillo” a los más chicos del colegio prometiéndoles Jean Day todos los viernes, o construir una piscina en el patio del plantel o dando un sinnúmero de propuestas que, sabemos, no se cumplirían.
Para mí, el último año en el colegio fue quizás el más ‘lento’ en pasar. Esperé con ansias que llegara noviembre para tomar la foto con la toga y el birrete, posteriormente que fuera diciembre para recibir el cartón, convertirme en bachiller y salir al mundo a triunfar, como lo anhelaron los profesores y mis padres, sin saber que, meses más tarde, me estrellaría por no saber si había tomado el camino correcto.
Ahora les contaré: el cambio del colegio a la universidad es drástico, el horario de 6:00 a. m. a 12:00 p. m. deja de existir, se forjan nuevas amistades -algunas no duran más de un semestre-, se recibe algo de libertad para escoger si se asiste a clase diurna o nocturna, o si tan solo se va un par de días a la semana; también se tiene la opción para elegir la ropa, y los momentos de esparcimiento entre las clases, se dejan de utilizar para jugar tazos o metegol con la botella de gaseosa; los paquetes de fotocopias llegan, los proyectos se acumulan, el tiempo se convierte en oro y muchas veces se hace el cuestionamiento de todo universitario: ¿esto era lo que realmente quería? ¿Elegí la carrera idónea? Sin embargo, el pasar del tiempo les dará la razón, las noches de esfuerzo y el nunca rendirse, les permitirán llegar a comprender si eligieron tener la mejor profesión.
La transición que existe entre la educación secundaria y la superior no solo me complicó a mí, también a mis diferentes amigos, pues no es fácil recordar, sin sentir tristeza, los momentos de clase en los que uno levantaba la mano y con algo de pena preguntaba: “profe, ¿puedo ir al baño?”, para obtener una típica respuesta: “cuando llegue su compañero”, o tal vez el ponernos de pie cuando algún docente entraba al salón y con un coro algo angelical saludábamos: “Buenos días, profesor”, además, el descanso, cuando con un dulce tratábamos de conquistar a la chica más guapa del colegio y, por pena, se lo hacíamos llegar con su mejor amiga, o, seguramente, el recuerdo más nostálgico está cuando nuestra mamá se comunicaba con la rectora y le decía: “Le recomiendo mucho a mi hijo”.
Por: Andrés Chaparro